El País se preguntaba ayer ¿A quién le importa que se muera una lengua?, y se fija en el caso de México, uno de los países con más diversidad lingüística del mundo.
“Es hermosa, pero pesada”. Esteban López, a punto de cumplir 81 años, se balancea con lentitud en la hamaca de una casita humilde y pulcra presidida por un altar a la Virgen de Guadalupe. Habla el numte oote, o ayapaneco, que en Ayapa, esta comunidad de Jalpa de Méndez (Tabasco), algunos llaman sencillamente “la lengua” o “la palabra”, pero que cada vez lo es menos. López forma parte de una comunidad indígena a la que se le está muriendo el idioma: quedan entre 15 y 20 hablantes en su poblado, Ayapa, según cálculos del Ayuntamiento.
Solo dos, según el informe del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y ocho según la Unesco.
Una vez en Jalpa, una localidad calurosa, verde y húmeda dedicada fundamentalmente a la agricultura y con unos 83.000 habitantes, se descubre que la realidad es algo más optimista que el papel, aunque no tanto: la mayoría de los hablantes supera los 60 años y no emplean el idioma de sus padres más que cuando se encuentran por los caminos del pueblo. Sus descendientes, como mucho, entienden “la palabra”. Pero no la usan. “Hermosa, pero pesada”, dice en un español lento y cantarín Esteban López, rodeado de un enjambre de nietos de los que ha perdido la cuenta. Ninguno conoce la lengua del abuelo. No parece importarles mucho. En realidad, parece importarle a poca gente.
México es uno de los nueve países con mayor diversidad lingüística del planeta, según el Programa de Revitalización de las Lenguas (Pinali) 2008-2012. Unos 3.500 de los 5.000 (o 7.000, según los informes) idiomas que se hablan en todo el mundo se concentran, además, en Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Nigeria, India, Camerún, Australia, Zaire y Brasil.
Entre sus 112 millones de habitantes, México cuenta con casi siete millones de hablantes de alguna lengua indígena. La mayor parte habita en los Estados de Chiapas y Oaxaca —muchos en zonas rurales, en las ciudades es muy poco habitual escuchar otra lengua que no sea el español— y la mayoría usa el náhuatl, el maya, el mixteco o el zapoteco. Existen otras 22 agrupaciones lingüísticas que no superan los 1.000 hablantes.
“Es hermosa, pero pesada”. Esteban López, a punto de cumplir 81 años, se balancea con lentitud en la hamaca de una casita humilde y pulcra presidida por un altar a la Virgen de Guadalupe. Habla el numte oote, o ayapaneco, que en Ayapa, esta comunidad de Jalpa de Méndez (Tabasco), algunos llaman sencillamente “la lengua” o “la palabra”, pero que cada vez lo es menos. López forma parte de una comunidad indígena a la que se le está muriendo el idioma: quedan entre 15 y 20 hablantes en su poblado, Ayapa, según cálculos del Ayuntamiento. Solo dos, según el informe del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y ocho según la Unesco.
Una vez en Jalpa, una localidad calurosa, verde y húmeda dedicada fundamentalmente a la agricultura y con unos 83.000 habitantes, se descubre que la realidad es algo más optimista que el papel, aunque no tanto: la mayoría de los hablantes supera los 60 años y no emplean el idioma de sus padres más que cuando se encuentran por los caminos del pueblo. Sus descendientes, como mucho, entienden “la palabra”. Pero no la usan. “Hermosa, pero pesada”, dice en un español lento y cantarín Esteban López, rodeado de un enjambre de nietos de los que ha perdido la cuenta. Ninguno conoce la lengua del abuelo. No parece importarles mucho. En realidad, parece importarle a poca gente.
En total, México cuenta con 11 familias lingüísticas, 68 lenguas y 364 variantes dialectales de las que 259 corren peligro de desaparecer. De ellas, 107 están en riesgo alto o muy alto, según el Programa de Revitalización de las Lenguas 2008-2012 del Gobierno de México. El ayapaneco es una de estas hablas en la cuerda floja.
En teoría, las lenguas están protegidas. Pero dicha protección se queda a menudo en papel mojado.
La Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de 2003, reconoce el “derecho de todo mexicano a comunicarse en la lengua de la que sea hablante” en todos los ámbitos, y garantiza, entre otros derechos, el acceso de los indígenas a la educación obligatoria “bilingüe e intercultural” y la asistencia jurídica con traductores. Muchas organizaciones denuncian el constante incumplimiento de este requisito. Especialmente dramáticos fueron casos como el de Adela Ramírez, presa siete años en Chiapas tras pasar por un juicio en el que no contó con ningún intérprete a pesar de no hablar español.
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