Transgresora, imprevisible, modernísima y siempre en la onda. Con un sexto sentido que le indica dónde hay que estar. No conocía el mundo de los hoteles, pero su intuición le decía que tenía que abrir un espacio donde los huéspedes se sintieran como en casa y se mezclaran con los ciudadanos, empapándose del ambiente cosmopolita de Barcelona. Así es que desoyendo los consejos de quienes le decían que aquello iba a ser un fracaso, Rosa María Esteva (Barcelona, 1 de febrero de 1941) y su inseparable socio, Tomás Tarruella, su único hijo varón, se liaron la manta a la cabeza y abrieron el primer hotel de la compañía en 2003. Ahora acaban de abrir el restaurante que hace número 21, el Bar Tomate, en Emilio Castelar esquina Presidente Masaryk, en el elegante barrio de Polanco.
"Me aburría y decidí convertir en hotel el edificio que sostenía mi ático del Paseo de Gracia. Así siempre estoy entretenida, porque tan pronto bajo a desayunar como a tomar el aperitivo y saludar a los clientes. Lo controlo todo, desde la presentación del salmón hasta las verduras que tenemos plantadas en el huerto".
Esteva impuso la moda de que los barceloneses se reunieran en el lobby para tomar copas, escuchar música en vivo o disfrutar de alta gastronomía, porque también ella fue la primera en romper con la maldición nacional de que en los hoteles se comiera peor que en un tren coche-cama.
Le ofreció los fogones a los hermanos Roca (de El Celler de Can Roca, en Gerona, 3 estrellas Michelin) que han llevado hasta allí su cocina. "El Omm marcó un antes y un después en la historia del Grupo Tragaluz. Nos ha valido varios premios y ha abierto un camino distinto en la hostelería española". En Nueva York, la meca de la modernidad, se hizo en 2005 con el Travel & Leisure Award al mejor hotel de diseño del mundo con menos de 75 habitaciones (después se ha ampliado hasta tener 90).
La gestación de este grupo de restauración fue tan singular y atípica como su posterior crecimiento. Corría el año 1987 cuando Rosa María se separó de su marido y decidió emprender camino en solitario desarrollando lo que sabía hacer: dar muy bien de comer a los amigos (es descendiente del gastrónomo e historiador culinario Rudolf Grewe) y, como él, cree que la felicidad se fragua en torno a una comida. "El amor por la gastronomía lo aprendí en mi familia, igual que el cariño al poner la mesa, para preparar el entorno al servicio del paladar. Mi padre se cambiaba para sentarse a cenar, y eso nos lo inculcó a todos".
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Ese mismo año, junto a su hijo Tomás abre Mordisco, que se convierte desde el principio en el lugar favorito de los círculos artísticos y culturales de la Barcelona olímpica. Pintores, diseñadores y gente de las letras y la política se mezclaban con estudiantes y modelos en la primera mesa larga y compartida de la ciudad, poblada a todas horas por adictos a una carta joven y sorprendente, llena de ensaladas y platos divertidos y sin pretensiones. "Allí te encontrabas a todo el mundo (recuerda Rosa María), y mis amigos artistas llenaron las paredes con sus obras. Había un ambiente fantástico y muy relajado, empezando por los camareros, que eran amigos de mis hijos".
La empresaria en otro de los rincones del que fue su primer local.
Pero el restaurante estandarte del grupo será Tragaluz, un espacio elegante que acaba de ser renovado tras una costosa inversión. Se trata de uno de los escasos locales 'descapotables' del mundo, ya que su caparazón de cristal se abre los días soleados. Con un moderno restaurante japonés en su primera planta y una barra de ostras presidida por un origami en papel plisado, Tragaluz ofrece platos mediterráneos basados en verduras y hortalizas de su huerta. "Viajamos continuamente por todo el mundo, para olisquear cuáles son las tendencias y qué es lo que la gente busca. Ahora imperan las cartas llenas de productos frescos y saludables, reconvertidos en platos en los que se palpe la materia prima, sin disfraces. Elegimos con mucho cuidado a nuestros proveedores. Estos tomates -señala- los planta en exclusiva para nosotros Mariano Puig, el perfumista, en su finca de Llavaneras (Gerona)".
Los sucesivos restaurantes del grupo han ido poblando las calles de Barcelona y otras ciudades, en forma de espacios de interiorismo cuidado al detalle y con una oferta gastronómica abierta y sugerente. Un bar de tapas y raciones en el corazón de la ciudad, como el Lobo; un chino en las Ramblas, como La Xina; uno mediterráneo al que bautizó su nieta Gina, el Pez Vela; un primer espacio en Madrid que se puso de moda nada más abrir sus puertas, el Bar Tomate; otro en plena Costa Brava, el Tragamar; un segundo espacio en Madrid donde quedarse hasta las tantas tomando copas, el Luzi Bombón; un local bullicioso dentro de un mercado, el Cuines de Santa Caterina; otro con los pies en la arena de la Barceloneta, el Agua... y así hasta 21, culminando con el recién nacido Bar Tomate mexicano. "Nunca pensé que todo este lío iba a crecer tanto. Personalmente me hubiera quedado en tres o cuatro restaurantes, pero mis hijos tiran mucho y han hecho que las aperturas se multiplicaran. Me obsesioné con que no fueran gandules y parece que lo conseguí".
Rosa María, que a los 23 años ya tenía cuatro hijos, nunca ha sabido ser una señora convencional. Lo suyo ha sido romper moldes, de ahí que en una de sus vidas decidiera montar una compañía de safaris en África, junto a su hermano Jacinto, posteriormente reputado cineasta.
Ajetreo en Luzi Bombón, su último local de éxito en Madrid.
Inquieta, curiosa, impenitente viajera y buena amiga de sus amigos, entre éstos se cuentan todos los chefs nacionales, desde Ferran Adrià hasta Juan Mari Arzak y confiesa ser gran cocinera aunque muy poco ortodoxa. "Soy incapaz de seguir una receta. Suelo improvisar con lo que tengo en la despensa pero se me dan muy bien los fogones. Me divierte inventar. Una de mis especialidades es el cordero macerado, que luego hago al horno".
Nacida bajo el signo de Acuario, reconoce que el mar y todo lo que le rodea es su hábitat preferido. Le gusta nadar, pescar, navegar y bucear, lo que practica a diario cuando está en su casa de Ibiza, en la Cala Salada, clavada en una roca frente al mar y una prolongación de cualquiera de los restaurantes del grupo ya que allí siempre hay gente invitada.. "Me encanta dar de comer, no puedo evitarlo. Y lo que más feliz me hace es ver salir sonrientes a los clientes", concluye satisfecha.
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